La historia de la imposición sangrienta del trabajo


«En el fondo, ahora se siente […] que semejante trabajo es la mejor policía, que mantiene a todo el mundo a raya y que sabe cómo evitar con firmeza el desarrollo de la razón, la concupiscencia y el deseo de independencia. Puesto que emplea una cantidad enorme de energía nerviosa, la cual sustrae a las actividades de meditar, ensimismarse, soñar, preocuparse, amar, odiar.»

Friedrich Nietzsche, Los aduladores del trabajo, 1881



La historia de la Modernidad es la historia de la imposición del trabajo, que ha dejado tras de sí una inmensa huella de destrucción y horror en todo el planeta; puesto que no siempre ha estado tan interiorizada como en el presente la exigencia de empeñar la mayor parte de la energía vital en un fin absoluto ajeno. Han hecho falta varios siglos de violencia pura en grandes cantidades para que la gente, literalmente bajo tortura, acepte ponerse al servicio incondicional del ídolo trabajo.

Al principio no estuvo la supuesta propagación «favorecedora de la prosperidad» de las relaciones de mercado, sino el hambre insaciable de dinero de los aparatos de Estado absolutistas para financiar las primeras máquinas militares de la Modernidad. Sólo por el interés de estos aparatos, que por primera vez en la historia conseguían inmovilizar burocráticamente a toda la sociedad, se aceleró el desarrollo del capital comercial y financiero de las ciudades más allá de las relaciones comerciales tradicionales. Fue así como el dinero se convirtió, por primera vez, en un asunto social central; y la abstracción trabajo, en un requisito social central sin consideración de necesidades.

La mayoría de las personas no fueron voluntariamente a la producción para mercados anónimos y, con ello, a una economía del dinero generalizada, sino porque el hambre absolutista de dinero había monetarizado los impuestos y los había elevado exorbitantemente. No tenían que ganar dinero «para sí mismas», sino para el militarizado Estado de armas de fuego premoderno, para su logística y su burocracia. Es de este modo y no de otro como nació el absurdo fin absoluto de la explotación del capital y, con ésta, el trabajo,

Pronto dejaron de ser suficientes los impuestos y las contribuciones monetarias. Los burócratas absolutistas y los administradores capitalista-financieros se dispusieron a organizar forzosamente a la gente como material de una máquina social de transformación del trabajo en dinero. Se destruyeron las formas tradicionales de vida y existencia de la población; no porque esta población hubiese intentado «continuar su progreso» libre y autónomamente, sino porque era necesaria como material humano de la máquina de explotación que se había puesto en marcha. Se sacó a la gente de sus campos con la violencia de las armas, a fin de hacer sitio para la cría de ovejas para las manufacturas de lana. Se abolieron todos los derechos tales como la caza libre, la pesca y la recogida de leña en los bosques. Y cuando las masas empobrecidas deambulaban pidiendo limosna y robando por los campos, entonces se las encerraba en casas de trabajo y manufacturas, para maltratarlas con máquinas de trabajo torturadoras y para inculcarles a la fuerza la conciencia de esclavos de animales de trabajo sumisos.

Pero tampoco esta transformación a empellones de sus súbditos en el material del ídolo trabajo, productor de dinero, fue ni mucho menos suficiente para los monstruosos Estados absolutistas. Extendieron sus pretensiones también a otros continentes. A la colonización interna de Europa le siguió otra externa, primero en las dos Américas y en partes de África. Aquí los agentes de imposición del trabajo perdieron definitivamente todas sus inhibiciones. Se lanzaron con campañas de saqueo, destrucción y exterminio, hasta entonces nunca vistas, sobre los mundos «redescubiertos»; las víctimas de allí ni siquiera tenían el valor de seres humanos. Las potencias europeas, devoradoras de hombres, de la emergente sociedad del trabajo se atrevían a definir las culturas extranjeras subyugadas como «salvajes» y… antropófagas.

De esa forma, se dotaban de legitimidad para eliminarlas o esclavizarlas a millones. La esclavitud literal en las plantaciones y explotaciones de materias primas coloniales, que superó en sus dimensiones incluso a la esclavitud de la Antigüedad, es uno de los crímenes fundacionales del sistema de producción de mercancías. Por primera vez, se puso en práctica a lo grande el «exterminio por el trabajo». Éste fue el segundo pilar de la sociedad del trabajo. El hombre blanco, que ya era portador del estigma de la autodisciplina, podía desfogar su odio reprimido a sí mismo y su complejo de inferioridad con los «salvajes». Al igual que «la mujer», no eran para él más que medio seres, entre animales y hombres, próximos a la naturaleza y primitivos. Inmanuel Kant conjeturaba con agudeza que los papiones podrían hablar si se lo propusieran, pero que no lo hacían porque tenían miedo de que entonces se les mandase a trabajar.

Ese razonamiento grotesco hace recaer una luz traidora sobre la Ilustración. El ethos del trabajo de la Modernidad, que hacía referencia en su versión protestante originaria a la gracia de Dios –y desde la Ilustración, a la ley natural– fue enmascarada como «misión civilizadora». En este sentido, cultura es la subordinación voluntaria al trabajo; y el trabajo es masculino, blanco y «occidental». Lo contrario, la naturaleza no-humana, informe y sin cultura es femenina, de color y «exótica»; y, por lo tanto, se ha de someter a la coacción. En pocas palabras, el «universalismo» de la sociedad del trabajo es, ya en sus raíces, profundamente racista. La abstracción universal trabajo sólo se puede definir a sí mismo distanciándose de todo lo que no es absorbido por él.

Los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas comerciales no fueron los antecesores de la burguesía moderna, que, en definitiva, fue la heredera del absolutismo. Fueron más bien los condotieros de las bandas de mercenarios de principios de la Modernidad, los alcaides de las casas de trabajo y de las penitenciarías, los recaudadores de impuestos, los tratantes de esclavos y otros usureros los que prepararon la tierra madre para el «espíritu empresarial» moderno. Las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tuvieron nada que ver con la emancipación social; sólo reubicaron las relaciones de poder dentro del sistema de coerción surgido, liberaron las instituciones de la sociedad del trabajo de los caducos intereses dinásticos e impulsaron su cosificación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución Francesa la que anunció con un pathos especial el deber de trabajar y la que introdujo nuevos correccionales de trabajo con una «Ley para la erradicación de la mendicidad».

Esto era justo lo contrario de lo que perseguían los movimientos sociales rebeldes que ardían en los márgenes de las revoluciones burguesas, sin consumirse en ellas. Mucho antes ya se habían dado formas autónomas de resistencia y de rechazo que no significan nada para la historia oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización. Los productores de las antiguas sociedades agrarias, que nunca aceptaron tampoco sin roces las relaciones de dominio feudales, no se querían resignar, con mucho más motivo, a que se hiciese de ellos la «clase obrera» de un sistema de relaciones ajeno a ellos. Desde las guerras campesinas de los siglos XV y XVI hasta las revueltas de los movimientos luego denunciados como «los destructores de máquinas», en Inglaterra, y el levantamiento de los obreros textiles de Silesia, en 1844, sólo se sigue una única cadena de amargas luchas de resistencia contra el trabajo. La imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil, abierta a veces y latente otras, han ido durante siglos unidas.

Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa menos paradisíacas. Pero la imposición espantosa de la sociedad del trabajo que irrumpía en escena era vivida por la mayoría como un empeoramiento y «tiempo de desesperación». De hecho, pese a la estrechez de la situación, la gente tenía algo que perder. Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno se presenta como tinieblas y plagas de una Edad Media ficticia eran, en realidad, los horrores de su propia historia. En las culturas precapitalistas y no capitalistas, tanto dentro como fuera de Europa, el tiempo diario y anual de actividad productiva era muy inferior incluso al actual de los «empleados» modernos de fábricas y oficinas. Y esta producción no era ni mucho menos tan condensada como en la sociedad del trabajo, sino que estaba impregnada por una marcada cultura del ocio y de una relativa «lentitud». Dejando de lado las catástrofes naturales, las necesidades materiales primarias estaban mucho mejor cubiertas para la mayoría que en largos periodos de la historia de la modernización; y, en cualquier caso, mejor que en los suburbios espantosos del mundo en crisis actual. Tampoco el poder se podía hacer tan presente hasta el último rincón como en la sociedad del trabajo completamente burocratizada.

Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo se pudo quebrar militarmente. Hasta el presente, los ideólogos de la sociedad del trabajo siguen fingiendo que la cultura de producción premoderna no «se desarrolló» porque se ahogó en su propia sangre. Los actuales demócratas declarados del trabajo prefieren achacar todos esos horrores a las «circunstancias predemocráticas» de un pasado con el que no tendrían ya nada que ver. No quieren reconocer que la prehistoria terrorista de la Modernidad desvela traicioneramente la esencia también de la actual sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y el registro estatal de personas en las democracias industriales nunca pudo ocultar sus orígenes absolutistas y coloniales. En la forma de la cosificación hacia un contexto sistémico impersonal, la administración represiva de la gente en nombre del ídolo trabajo incluso ha crecido y ha penetrado en todos los ámbitos de la vida.

Justo ahora, en plena agonía del trabajo, se vuelve a sentir, como en los comienzos de la sociedad del trabajo, la garra asfixiante de la burocracia. La administración del trabajo se desvela como el sistema coercitivo que siempre ha sido, al organizar el apartheid social e intentar conjurar, en vano, la crisis mediante esclavismo estatal democrático. De manera similar, también regresa el espíritu maligno del colonialismo mediante la administración económica impuesta en los países de la periferia, arruinados, uno tras otro, por el Fondo Monetario Internacional. Tras la muerte de su ídolo, la sociedad del trabajo vuelve a recurrir, en todos los sentidos, a los métodos de sus crímenes fundacionales, los cuales, sin embargo, no podrán salvarla.

Krisis

http://revistanada.com/2014/07/15/imposicion-sangrienta-del-trabajo/