Elogio de la holgazanería:


Elogio de la holgazanería: por qué el mundo iría mejor si fuésemos bastante más vagos

Andrew J. Smart explica en un libro por qué estamos destruyendo nuestro cerebro, nuestra felicidad y nuestra creatividad al evitar el aburrimiento



“Debemos construir la habilidad de ser nosotros mismos y no hacer nada. Eso es lo que los teléfonos han hecho desaparecer. La capacidad de estar quietos. Es en lo que consiste ser una persona”. Con esta cita del cómico Louis C.K., el científico y escritor Andrew J. Smart ilustra uno de los grandes problemas del ser humano en el siglo XXI: la necesidad autoimpuesta de estar permanentemente ocupados. El ocio es el enemigo, algo que nos detiene en la conquista de nuestros objetivos y que puede acabar con nuestro bienestar material. Sin embargo, el esfuerzo continuo no nos hace más felices, ni siquiera nos permite conseguir mejores resultados. Simplemente, acaba con nuestra creatividad, con nuestra felicidad y nuestra humanidad.


Smart acaba de publicar en España El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro (Clave Intelectual), en el que explica desde un punto de vista neurológico –aderezado con observaciones literarias y filosóficas– por qué deberíamos empezar a no hacer nada. En primer lugar, porque, como explica a El Confidencial, “el cerebro es una maravilla compleja y no lineal que siempre está activa”. Hay partes de nuestro cerebro, como el córtex prefrontal, que se activan cuando no hacemos nada y que “te permiten acceder a tu inconsciente, tu creatividad y tus emociones”. Perder el tiempo potencia nuestras habilidades, nos ayuda a conocernos y a sentirnos en paz. La conclusión, para Smart, está clara: “Es aceptable ser vago”.

El hombre no nació para trabajar

Se trata de una idea que lleva circulando desde hace mucho tiempo en la neurociencia y que ha formado parte de la cultura durante siglos. El descanso era tan consustancial a la vida diaria como el trabajo. Sin embargo, la revolución industrial, el capitalismo, la urbanización de la sociedad y la globalización han cambiado las costumbres del individuo y han convertido el tiempo en el bien más preciado. Por el contrario, la vaguería (o, mejor dicho, la ociosidad) es hoy en día un importante tabú. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Se tiene la falsa creencia de que si dejásemos a la gente tener todo el ocio que quisiera nadie trabajaría

La ética protestante, heredada por el capitalismo, comenzó a cambiar las tornas respecto al trabajo, que durante siglos había sido considerado un castigo divino. “Lutero pensaba que los pobres eran vagos y necesitaban ser castigados con el trabajo duro”, explica Smart. “En el libro hablo de nuestro pasado evolutivo, y cómo el ocio era necesario para recuperarse después de cazar y escapar de depredadores”. Sin el descanso, habría sido imposible que el ser humano mantuviese todas las exigencias físicas de un mundo dominado por la naturaleza. “Hoy en día no tenemos que hacer nada físico para sobrevivir excepto caminar al coche, pero quizá la compulsión de estar ocupados esté relacionada de alguna manera con ello”.

Durante siglos, se pensó que el desarrollo tecnológico permitiría al ser humano disponer de más tiempo libre. “Los radicales del siglo XIX como Marx o Bakunin apostaban por una sociedad basada en el ocio”, recuerda Smart. “Economistas mainstream como Keynes pensaban que hoy en día tendríamos una jornada laboral mucho más corta, y Oscar Wilde escribió que los pobres debían ser liberados por las máquinas”. Sabemos perfectamente que no sólo no trabajamos menos, sino que la tecnología ha provocado que dediquemos las 24 horas del día al trabajo, a diversos compromisos familiares y sociales y a consultar las notificaciones del móvil.

Todo el mundo puede disfrutar del ocio que necesite sin dañar su seguridad material

Hay un interés detrás de todo ello, sugiere Smart. “Las largas horas de trabajo benefician a la élite de varias maneras –consiguen convertir el valor de nuestro trabajo en beneficio–, mientras estamos intentando trabajar todo lo posible no nos organizamos, algo que siempre ha sido una amenaza a sus intereses”. Otra contrapartida: “Previene el pleno empleo porque siempre puedes amenazar a los empleados con el desempleo por trabajar lo justo, pero si todos trabajásemos menos horas podríamos emplear a todo el mundo”. ¿La paradoja inherente a todo ello? “Si sólo trabajásemos unas pocas horas al día, seríamos tan productivos o incluso más que si lo hiciésemos diez horas al día”.

“Mi visión particular es que todo el mundo puede disfrutar del ocio que necesite sin dañar su seguridad material. Creo que se tiene la falsa creencia de que si dejásemos a la gente tener todo el ocio que quisieran nadie trabajaría”, argumenta Smart. “No creo que eso sea verdad: la gente trabajaría en lo que desease, no en la basura en lo que suele trabajar. La gente no es vaga, simplemente tiene trabajos lamentables”.

El culto a la agenda apretada

Pero ese culto a la productividad forma parte ya casi inseparable de nuestras vidas. Exigimos a nuestros hijos que se olviden del ocio, tan necesario para el desarrollo emocional y personal, y abracen un gran número de actividades extraescolares o aficiones, siempre vistas como una obligación, como es el caso de aprender a utilizar un instrumento musical o practicar un deporte. “Estoy de acuerdo en que me sentiría muy raro como padre si le dijese a los que acaban de apuntar a sus hijos en 14 actividades que los míos no hacen nada”, reconoce Smart. “Nos sentimos culpables si no tenemos a nuestros hijos apuntados a natación, música, chino, etc”.

Nos sentimos culpables si no tenemos a nuestros hijos apuntados a natación, música, chino...

Esta trampa no deja de producir paradojas. Una de ellas es que aquellos que más dinero y poder tienen en sus manos son precisamente los que disponen de menos tiempo libre. Sin embargo, Smart sugiere que algunas personas podrían disfrutar más, o estar más preparadas biológicamente que otras, para aguantar el estrés. “Los CEO, banqueros y políticos no son la clase de personas que uno consideraría creativas o que te gustaría conocer de forma personal”, sugiere el científico. “Su ocupación los daña de la misma manera que a los demás, pero en la situación presente se benefician de ello, incluso aunque les haga daño a la larga”.

Mucho se ha escrito ya sobre los problemas que causa la multitarea, es decir, nuestra tendencia a realizar diversas actividades al mismo tiempo, algo que provoca que no hagamos bien ninguna de ellas y perdamos nuestra capacidad de concentración. Pero Smart va más allá. No se trata de reorganizarse para ser más productivos, sino de, simplemente, redescubrir quiénes somos y lo que queremos.

“El escritor Steven Poole escribió un gran artículo sobre lo que denomina ‘el culto a la productividad’, donde todo lo que hacemos –incluso si es simplemente relajarse– tiene algún objetivo funcional o sirve a la motivación utilitaria de ser productivo”, recuerda Smart. “Insisto en mi libro en que estar desocupado es bueno por sí mismo, no para convertirse en un hipster digital más productivo”. Esa es una de las paradojas del libro. Si bien sugiere que tomarse varios descansos en el trabajo o dejar la mente vagar durante un buen rato al día puede mejorar nuestra creatividad  y desempeño en el trabajo, Smart es particularmente crítico con la utilización de su libro para conseguir ser aún más eficientes.

“Es difícil escapar de ello, porque hay quien lee mi libro y se dice 'oh, vale, ahora tengo que añadir no hacer nada a mi lista de tareas'. Es no haber entendido nada”, se lamenta Smart, que explica cómo la escritora Bridig Shulte, autora de Owerwhelmed, un libro sobre la falta de tiempo libre en nuestra sociedad, recibe continuamente ofertas por parte de importantes think-tanks para explicarles cómo el ocio puede hacer más productivos a sus empleados. Otra manifestación más de la obsesión de nuestra sociedad por traducir lo que no tiene precio en números, metas y nombres tachados de una lista.


El ser humano, en peligro

El problema que late detrás de todo ello es que, quizá, el ser humano esté perdiendo aquello que le distinguía del animal, la capacidad de autorreflexión y de conciencia sobre uno mismo. Por el contrario, nos estamos convirtiendo en una mezcla de los animales que sólo son capaces de reaccionar a los estímulos de su entorno y las máquinas que obedecen constantemente órdenes externas. “La habilidad para pensar sobre nosotros mismos es una capacidad humana que ninguna otra especie puede llevar a cabo”, añade Smart. “Requiere una gran corteza prefrontal y la capacidad de metacognición. Si dejamos que esta habilidad se atrofie de forma individual, tendrá consecuencias socialmente negativas”.

Cuando tengo un momento en el que no he de hacer nada, intento detener la urgencia de encontrar algo que hacer

Si somos conscientes de que el estrés cotidiano y nuestros horarios sobresaturados acaban con nuestra inspiración, ¿por qué no hacemos nada para evitarlo? Smart traza un paralelismo con la adicción al tabaco. Cuando empezamos a fumar de adolescentes, resulta atractivo porque nos hace parecer más mayores y más interesantes; pero para cuando nos damos cuenta de que nos perjudica, nos encontramos con que la motivación inicial se ha esfumado y es difícil hacer desaparecer la adicción.

¿Qué podemos hacer, por lo tanto, para poner el freno de mano en un mundo en constante movimiento sin que este nos lleve por delante? Smart lo tiene claro: “Conseguir una sociedad basada en el ocio probablemente requería algo parecido a una revolución”. Mientras tanto, está en nuestras manos (íntimas y privadas) intentar detener el caos que nos rodea. “Cuando tengo un momento en el que no he de hacer nada, intento detener la urgencia de encontrar algo que hacer”, explica. “Intento sentarme hasta que me interrumpen. Te sorprendería el beneficio de robar breves momentos a lo largo del día para desconectar. Una vez manejes esos pequeños momentos de desconexión, puedes construir gradualmente una tolerancia a los períodos mayores”. Barato, sencillo y efectivo, aunque conviene tener a mano un ejemplar de El arte y la ciencia de no hacer nada ante la nada descabellada posibilidad de que alguien nos llame “holgazán”.

Para acabar con el trabajo



Preludio para Cesio 133


Fuerzas libre del interior (emotional HxC Valladolid): Preludio para Cesio 133




Letra:
El tiempo no descansa, aún queda la esperanza. El tiempo nos oxida, consume la energía.

Efímera substancia, la entropía organizada, la rabia que desprende la furia desatada. Frecuencias que desatan la cólera en la mirada, latidos que alimentan el fluir de la nostalgia.

El tiempo no descansa, aún queda la esperanza. El tiempo nos oxida, consumiendo la energía. El reloj avanza, impregna su fragancia. El pulso que respira, amanece un nuevo día.

La vibración de la materia, que representa un mundo en guerra. Las danzas que abren el baile, las máscaras de su barbarie.

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El Cesio es un elemento químico –cuyo peso atómico es de 133 uma– que se utiliza, entre otras cosas, para la fabricación de los relojes atómicos. Unos dispositivos que permiten medir el tiempo con un error de un segundo cada 30 años, el reloj más preciso jamás construido. A pesar de tanta precisión, el ser humano es incapaz de comprender su propia existencia y el concepto del tiempo en sí mismo, más allá de meras formulas matemáticas. Mientras tanto, pierde su vida cada mañana cuando suena el despertador.

¡Qué locura es el amor al trabajo!


¡Qué locura es el amor al trabajo!
Qué gran habilidad escénica la del capital, que ha sabido hacer que el explotado ame la explotación, el ahorcado la cuerda y el esclavo las cadenas.

— A.M. Bonanno

Elogio de la ociosidad


Elogio de la ociosidad



Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán “La ociosidad es la madre de todos los vicios”. Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado.

Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.

Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.

Pero -se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.

Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.

Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.

En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.

Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.

Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los ‘esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.

Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.

La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.

Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?

La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: “¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar”. Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.


Trabajo, orden y paz, 1978. Mladen Stilinovic

Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.

No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.

Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro – dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.

El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.

En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.

La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.

En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?

En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual.

En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.

El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: “Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento”. Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.

Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.

Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digerís el alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.

Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.

Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.

En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aún la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.

El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.

En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.

Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.

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Imágenes que acompañan al texto: Mladen Stilinović, artista en el trabajo , 1978.

Mladen Stilinović, artista conceptual croata cuyo trabajo criticó las estructuras de poder y examinó la relación entre el arte y el trabajo, a menudo con una irónica incisividad. Durante la década de 1970, Stilinović creó una serie de obras experimentales que jugaban en el límite, o la falta de él, entre la cultura y el comercio. En 1978 en una galería de Zagreb, Stilinović organizó una actuación llamada Artist at Work , cuyo título parecería negar lo que la obra realmente implicaba: el artista durmiendo en la galería. Aunque aparentemente simple, Artist at Work fue un gesto radical que señaló a un artista reacio a producir o participar en una sociedad capitalista.

http://www.elviejotopo.com/topoexpress/elogio-de-la-ociosidad/




En EEUU no existe la jubilación del Estado. Los trabajadores no cotizan al Estado durante su vida laboral y todo lo que se puede tener cuando se llega a la vejez es lo poco o mucho que se haya ido depositando en privadas. Pero aún así se pueden quedar sin nada. Hace años, Coomer y sus compañeros de trabajo en la planta de McDonnell-Douglas en Tulsa, el afamado fabricante de aviones, se inscribieron en la pensión de la empresa, pero en 1994, con el objetivo de reducir los costos de jubilación, la compañía cerró la planta y nunca pudieron recuperar sus beneficios de pensión perdidos, y muchos enfrentan dificultades financieras en su vejez. Oakley, de 74 años hace de guardia de cruce en una escuela primaria, se vio obligada a aceptar el trabajo debido a su exigua pensión. Le dan $ 7 por hora. Lavern Combs, de 73 años, trabaja en el turno de medianoche cargando camiones para una compañía que entrega para Amazon.Willie Sells, de 74 años trabaja de barbero. Leon Ray, de 76 años, compra y vende basura. Tom Coomer de 79, trabaja a tiempo completo en Walmart. Diagnosticado con estenosis espinal, entregó una nota del médico a los gerentes. "Me dieron un taburete y me permiten sentarme 10 minutos cada dos horas."

Esto es el capitalismo. Esto es el neoliberalismo. Esto es la Necropolítica. Si no nos enfrentamos a los buitres, es el futuro cercano que nos espera.


In the same boat




In the Same Boat, película dirigida por Rudy Gnutti y producida entre otros por Pere Portabella. Los temas principales de la película son el fin del empleo a causa de la tecnología, y la desigualdad social creciente. Así como nuevas ideas y propuestas para afrontar la realidad del capitalismo actual, destacadamente la Renta Básica incondicional. En la película participan Tony Atkinson, Zygmunt Bauman, Rutger Bregman, Erik Brynjolfsson, Mauro Gallegati, Nick Hanauer, Serge Latouche, Mariana Mazzucato, José Mújica y Daniel Raventós. Con la colaboración especial del actor Àlex Brendemühl. El pasado 17 de febrero se realizó un preestreno en el MACBA de Barcelona, quedando mucha gente en la puerta porque la sala estaba completamente llena. Sin Permiso realizó esta entrevista, poco después del preestreno, al director Rudy Gnutti sobre distintos aspectos de In the Same Boat.

¿Cómo surge la idea de la película?

Por dos motivos principales. Uno es anecdótico, otro más personal. El anecdótico: soy compositor de música para cine, estudié en Roma y Barcelona. Pero también estudié antropología cultural en la universidad de Roma la Sapienza y tuve la posibilidad de leer un libro que me llamó la atención: Trabajar menos para trabajar todos del sociólogo francés Guy Aznar. La tesis principal era la eliminación del trabajo por causas tecnológicas. Es un tema que se había hablado antes, Keynes por ejemplo, y que se volvería a hablar después, destacadamente Ryfkin y otros. Desde hace unos años, las consecuencias de la mecanización y robotización del trabajo se están estudiando de forma seguramente más científica en las mejores universidades del mundo.

El segundo motivo he dicho que era más personal: mi padre se ganaba bien la vida, pero no tenía un oficio claro. Pasó de trabajar en la empresa familiar a ser un coleccionista de arte moderno, luego escultor y acabó siendo pintor a partir de los 70 años. En Italia, quizás más que en otros países, no tener una etiqueta antes del nombre (dottore, ingegnere o ragioniere...) crea desconcierto a tu alrededor, y quizás a ti mismo. Tu eres lo que haces, el trabajo te marca el estilo de vida, de pensar, de relacionarte con el resto de la sociedad. Así, si realmente se acaba paulatinamente el trabajo, no habrá solamente un cambio de las reglas económicas, sino sobre todo un cambio social y cultural.

¿Cuáles fueron las personas elegidas para intervenir en la película y por qué razones?

Zygmunt Bauman, José Mújica, Tony Atkinson, Rutger Bregman, Erik Brynjolfsson, Mauro Gallegati, Nick Hanauer, Serge Lattouche, Mariana Mazzucato y Daniel Raventós. Y también gente común. Como podrás notar, en la película juego a tres bandas: los máximos académicos y expertos en sus respectivos temas, los pensadores más lúcidos y clarividentes, y por último, pero no menos importantes (y lo digo porque lo creo) la gente común, "todos nosotros", que nos adaptamos como podemos a este indescifrable, misterioso y a veces increíble viaje en el mismo barco.

¿Crees que el resultado es el que tenías pensado o has tenido que hacer variaciones sobre lo previamente planificado?

Aunque lo disimulo bastante bien, soy una persona "asquerosamente" racional. Pinté, con la ayuda de Francisco Mir (persona con una gran cultura en el término más amplio de la palabra... aunque poco interesado en las reglas económicas) una estructura férrea del relato que no he dejado en ningún momento. Pero sí tuve que eliminar, por cuestión de ritmo, unos puntos también importantes. El primero fue el capítulo sobre las "burbujas" que han maquillado la desigualdad existente y empujado al crédito y al consumo a personas que tenían ingresos bajos o medio bajos (tenía previsto entrevistar a Larry Sumner). El segundo es un punto que recorté a la entrevista de Bauman: hoy en día la política no tiene el poder. De una parte no lo tiene porque se lo ha quitado el poder económico. Por otro lado, vivimos en un mundo globalizado donde la política o es global o no es... y nos faltan organismos internacionales para que esto sea posible. Así que el verdadero problema no es que este o aquel político sean unos corruptos (que obviamente también es un problema) sino que esta realidad a veces esconde que a la política le faltan los instrumentos para aplicar el poder... Y todavía peor, nos esconde también que la política no tiene proyectos realistas y creíbles a medio y largo plazo.

¿Alguna anécdota especial que quieras resaltar?

Pues sí, diría lo que pasó en China. Algún economista sostiene que no es verdad que el paro tecnológico sea un problema en determinadas regiones. China, India y otros países en vía de desarrollo que basaban su éxito en una "inmensa" mano de obra barata, ahora están cambiando de forma radical. No es comparable la evolución darwinista de las especies con la evolución tecnológica: esta última se imita, se importa, se copia... y ahora estos países han dado un salto en la innovación y productividad espectacular. Sin contar que ya están en la cabecera de la educación, investigación e innovación.

Y ahora que esta subiendo rápidamente la productividad, ¿qué harán con centenares de millones de simples trabajadores no especializados?

Fuimos a China para entrevistar a uno de los más importantes economistas del país, pero fue complicado hablar sobre el tema en cuestión: creo que no es tan fácil opinar libremente sobre posibles problemas que minen el futuro del partido único. Herméticos, sospechosos y controladores (con espía incluida). Una pena, porque pienso que sin una colaboración internacional no haremos absolutamente nada. Y ellos tienen mucho que decir sobre el futuro rumbo de este barco.

¿Cuándo está previsto el estreno de la película y dónde se podrá ver?

Por el momento el trabajo esta siendo ignorado por la televisiones... (en cambio han colaborado tanto el Instituto de la cinematografía y de las artes audiovisuales en España como el proyecto Media europeo).

Pero el apoyo de los académicos y pensadores de relieve internacional y el extraordinario éxito que ha tenido el preestreno en Barcelona con la presencia del profesor Zygmunt Bauman, me hacen esperar que las cosas cambiarán rápidamente.

Creo que el estreno en las salas españolas se hará en el próximo abril. Pero es importante poder estrenar la película en todo el mundo y estamos haciendo un esfuerzo para que sea así. De momento, el editor Laterza y el economista Italiano Tito Boeri me han invitado a presentar la película en el Festival de economía de Trento.

¿Algo más?

Déjame agradecer por último al cantante Manu Chao que me ha dejado utilizar una estupenda canción suya dentro de la película.

[En el mismo barco. Entrevista Rudy Gnutti 28/02/2016, en Sin Permiso]

Película: https://www.youtube.com/watch?v=GoaEsKcjmUI