A propósito del 1 de Mayo y el 8 de Marzo
Hoy la mayoría de los explotados y explotadas vivimos la explotación de forma natural, parecería que la explotación y la opresión siempre hayan existido, que no pueda existir otra forma de vivir, de relacionarnos entre seres humanos. Vivimos nuestras desgracias como un destino terrible que nos ha tocado vivir. Eso hace que, actualmente, busquemos las soluciones en algo ajeno a nosotros mismos (las promesas de políticos o sindicalistas, la autoayuda, la secta de moda, el psiquiátra…).
Nadie o casi nadie se atreve a día de hoy a hablar de revolución, de transformación radical… a lo sumo se aspira a la consecución de pequeñas reformas o a la solución de tal o cual problema particular, al reconocimiento de alguna identidad ya sea nacional o de cualquier otro tipo. Nosotros, como explotados y oprimidos, no queremos que se reconozca nuestra identidad como trabajadores, queremos dejar de serlo, negar lo que nos niega. Hablar de revolución puede sonar extremista o utópico (y fuera de moda), sin embargo, extrema es la violencia que sufrimos cada día, extrema es la amenaza que pesa más y más cada día sobre la vida misma. La guerra contra la vida, conflicto que no tiene fronteras, y sea cual sea el punto del capitalismo en que vivamos, en cualquier lugar del mundo en que nos encontremos, por mucho que nos digan lo privilegiados o lo desafortunados que somos, todos y todas estamos heridos y marcados por ella. Lo utópico es pensar que esta catástrofe, este absurdo vital cotidiano pueda solucionarse con pequeños parches que solo sirven para continuar apuntalando este sistema.
Han hecho falta siglos de represión y de violencia para que los explotados y explotadas aceptemos sin más la explotación. Desde los cercamientos de tierras y el ordenamiento del trabajo reproductivo históricamente feminizado a la parcelación de nuestras vidas según horarios y obligaciones, nos lo han quitado todo: los lazos que nos permitían sentir en común, los medios para hacernos cargo de nuestras necesidades y responsabilidades. Nos han convertido en sumisas, en personas dependientes, sin sueños, encadenadas a insoportables rutinas de extenuación física y psicológica, de explotación, de aislamiento, de consumo y de obediencia.
Recientemente hemos asistido a una nueva conmemoración del Primero de Mayo, la festividad del trabajo. Que con el paso del tiempo este evento (como ha pasado también con tantos otros) haya sido despojado totalmente de su contenido, se haya convertido (por lo general) en una farsa, en un ritual vacío y aburrido, en una ofrenda a la servidumbre voluntaria, no debemos olvidar lo que está en el origen de su conmemoración: la lucha por la revolución social, la lucha contra el trabajo, el antagonismo con lo existente.
Ha pasado más de un siglo desde aquellos sucesos de 1886. Se argumentará que han cambiado mucho las cosas, pero lo cierto es que no han cambiado para nada en lo fundamental: seguimos perdiendo nuestras vidas trabajando, camino del puesto de trabajo, reponiendo nuestras energías para volver a la carga, buscando trabajo o formándonos para el trabajo. Si se ha conseguido que hablar de trabajo equivalga a hablar de actividad es gracias al triunfo de la ideología dominante; muestra hasta qué punto hemos interiorizado el lenguaje del amo. Sin embargo, “trabajo” es la forma que ha adquirido la actividad humana en el capitalismo, una forma que vuelve al ser humano mercancía y lo obliga a relacionarse con el resto de personas y de las cosas a través de mercancías. Pensemos que incluso nuestras relaciones más íntimas con otros individuos se conciben tambien de una forma muy similar al trabajo, como un intercambio de intereses.
Pese a las diversas alucinaciones cibernéticas o de otro tipo, el trabajo sigue siendo central en la sociedad capitalista. Es central para el Capital porque de él depende. El capitalismo necesita ponernos a trabajar para crear valor, su más valioso combustible. A los proletarios se nos obliga a vender nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir: nuestra actividad humana está secuestrada por la economía, que la separa de nosotros. Esto nos hace olvidar que de hecho somos nosotros los que reproducimos este mundo. El Capital es un monstruo hecho por el ser humano, y no un misterioso fantasma que flota sobre nuestras cabezas, fuera de nuestro alcance. La creencia generalizada de que las personas no pueden cambiar el mundo tiene su origen en esta separación. La sensación de sinsentido y la apatía también pueden rastrearse en el hecho de que nuestra actividad está separada de nosotros y vuelta en nuestra contra como una fuerza extraña.
Los hechos aparentemente más normales: que cada cual no disponga más que de su fuerza de trabajo; que, para vivir, deba venderla a una empresa, que todo sea mercancía, que las relaciones sociales giren alrededor del intercambio, todo esto no es de hecho más que el resultado de un proceso violento y prolongado.
Hoy la sociedad, por su enseñanza, su vida ideológica y política, enmascara las relaciones de fuerza y la violencia pasada y presente sobre la que se ha establecido esta situación. Disimula a la vez su origen y el mecanismo de su funcionamiento. Todo aparece como el resultado de un contrato libre en que el individuo, portador y vendedor de su fuerza de trabajo, encuentra la empresa. La existencia de la mercancía es presentada como el fenómeno más cómodo y natural posible.
Esta sociedad mercantil generalizada esconde que tuvo un inicio para ocultar que puede tener un final. El trabajo tal como lo conocemos, el valor, la mercancía, el Capital… son procesos recientes teniendo en cuenta la larga historia del ser humano sobre la Tierra.
El trabajo no sólo aparece como algo natural, sino incluso como algo que dignifica a quien lo realiza, pero quienes sufrimos la explotación (cuando no estamos completamente alienados y el trabajo se ha convertido en nuestra vida), sabemos que no es así. Para quienes lo sufrimos es en realidad una tortura, y no es casualidad que el origen etimológico de la palabra venga precisamente del tormento. Sabemos que el trabajo nos machaca, nos destroza el cuerpo y la mente hasta convertirnos en seres pasivos y obedientes. El trabajo es imposición, es actividad forzada. Lo peor de todo es que no se limita al marco de la empresa: desde que suena el despertador comienza la angustia, el transporte hacia el trabajo es muchas veces otra tortura añadida… es toda nuestra vida la que vendemos al trabajo.
Esto se ve claro también en la forma en que la medicina funciona, no para sanar, sino para que podamos seguir trabajando. ¿Cuántas compañeras se hinchan de ibuprofenos y otras mierdas para poder volver a trabajar después de una jornada que nos ha dejado dolores por todo el cuerpo?¡Cuánto dolor provocan estas condiciones de explotación que se intentan tapar con psicofármacos! ¡Cuánto dolor y sufrimiento cuando no se tiene la posibilidad de trabajar, puesto que nuestra supervivencia e incluso el “derecho” a vivir dependen del trabajo! ¡Cuánta misería no sólo material, sino de todo tipo provocan estas relaciones sociales de mierda! Eso por no hablar de las muertes y accidentes en el trabajo o camino al mismo, ni de cuántos de los suicidios están directa o indirectamente relacionados con el trabajo. A este conteo de cadáveres se debe añadir las víctimas de la contaminación y la adicción al alcohol y drogas inducida por el trabajo. Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas son aflicciones modernas cuyo orígen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia el trabajo. La destrucción del planeta, las incesantes guerras, que obligan a millones de personas a desplazarse arriesgando sus vidas, no se pueden separar tampoco del trabajo.
Cuando hablamos de abolir el trabajo no estamos defendiendo el ocio mercantil: el tiempo libre existe porque el tiempo de trabajo lo define, no se puede en ningún caso contraponer las dos esferas. El tiempo libre es “ausencia” de “trabajo” por el bien del trabajo. El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse del trabajo, en un frenético y angustioso (pero inútil) intento de olvidarse del trabajo.
La resistencia al trabajo es una forma de recuperar parte de la “humanidad” de la que nos priva el trabajo: por lo tanto, hace que nuestra jornada laboral sea menos alienante. Lejos de la cantinela moralizante con la que cada uno solemos justificar nuestras acciones en este sentido, la mayoría de la peña huye del trabajo como de la peste, trabaja a desgana, roba material o pequeños instantes a la tarea, se escaquea… Actitudes que por sí solas no son panacea de nada ni el banderín de enganche de la nueva revolución, pero que son hechos reales de resistencia al Capital, actitudes que señalan que no todo está perdido.
Todo esto que tratamos de explicar no quiere apuntar a que simplemente dejemos de trabajar mañana para comenzar a vivir: uno puede buscarse la vida para trabajar lo menos posible o incluso robar, saquear… y esto está bien, pero no resuelve el problema. El trabajo es un mal social, abolir el trabajo significa abolir las relaciones sociales capitalistas.
Nos venden que la culpa es de tal o cual gobierno, de la forma de distribuir los beneficios, como si esto fueran algunos pequeños defectos que pudieran corregirse, cuando son por el contrario esenciales al capitalismo.
Entonces, si hoy tenemos trabajo tenemos que estar agradecidos, y si no lo tenemos, el único horizonte posible es reclamar el derecho al trabajo, o mejores servicios sociales.
Los políticos de cualquier color prometen trabajo para todo el mundo, como si eso fuera posible, ¡por no hablar de si es deseable! Políticos y sindicalistas se han esforzado a lo largo de la historia por imponer a los proletarios más decididos programas de reformas, para canalizar las reivindicaciones hacia peticiones que no pongan en cuestión la raíz de todos esos problemas. ¡Hablan de “derecho al trabajo”! Si el trabajo fuera algo bueno, los ricos se lo hubieran guardado para ellos.
El trabajo es nuestra actividad separada de nosotros, convertida en algo que alimenta a la economía y nos domina. Y este proceso puede cambiarse porque somos nosotros los que lo alimentamos.
y la opresión patriarcal?
Poner en cuestión el trabajo, la explotación, significa poner en cuestión el capitalismo, significa poner en cuestión una relación social que es totalitaria y abarca todos los aspectos de nuestra existencia. Significa poner en cuestión el progreso, la democracia, el Estado y todas las categorías que nos separan y nos reducen a objetos. Significa luchar contra todas las separaciones.
Por eso queremos compartir aquí algunas reflexiones en torno a la opresión de las mujeres y sobre el paro que tuvo lugar el pasado 8 de marzo. Reflexiones que no pretenden cerrar el tema, sino que son una contribución a la necesidad de transformar esta realidad.
La violencia y la opresión que sufrimos las mujeres no se puede entender de forma aislada de todo esto. Y si bien no es lo mismo ser un adulto explotado en Suecia que un niño en una fábrica en China, ni una proletaria en Europa que una en una fabrica de bebés en la India; si bien, mujeres y hombres, niños y niñas, adultos o ancianos, blancos o negros, europeos o migrantes no vivimos exactamente las mismas condiciones de opresión y explotación, esto no debe hacernos olvidar que es la misma relación social capitalista la raíz de todas esas situaciones.
No vivimos en un mundo de dominaciones, donde el capitalismo sería una entre tantas… La acumulación de Capital es el corazón de nuestro mundo. La doble necesidad que tiene el proletario de venderse y el burgués de extraer el mayor valor posible de la fuerza de trabajo que ha comprado, esta doble necesidad no lo explica todo, pero sin ella no se puede entender nada.
Si bien el patriarcado es anterior al capitalismo, al contrario de lo que se suele entender, la dominación masculina no desaparece con el progreso sino que se intensifica con él. Es con el desarrollo del capitalismo cuando se intensifica la opresión específica sobre las mujeres, al mismo tiempo que se intensifica la violencia contra la vida en general. El capital subsume, y esto quiere decir que lo hace parte de su ser, las relaciones de dominación basadas en el sexo. De hecho, mientras se siga identificando la dominación masculina con algo atrasado que se solucionaría con el progreso, no seremos capaces de ver hasta qué punto el progreso es nocivo para la especie humana en general. Si las religiones tienen un papel importantísimo en el desarrollo de la subordinación de las mujeres, y en general de la explotación y de la dominación, ya desde los inicios del capitalismo la razón y el progreso se hicieron cargo de dar un fundamento de religiosidad científica a la supuesta inferioridad femenina. El progreso ha traído muchos avances en estas materias: así, actualmente los abortos selectivos de niñas son habituales en algunos países como China, y mujeres encerradas en fábricas de bebés en la India producen niños y niñas que se venden en el mercado gracias a las virtudes de la ciencia.
Si el espirítu racionalista soñaba (y sueña) con un mundo en que las mujeres y los hombres fueran iguales e intercambiables, es en tanto que necesitó explotarlos a ambos por igual, igualarlos en tanto que mercancía fuerza de trabajo. Sin embargo, como esto no siempre es posible en tanto que las mujeres son las que pueden parir, la familia se convirtió en pilar fundamental de la producción y la reproducción de las relaciones capitalistas y del Estado; según el momento histórico y las necesidades del Capital se exaltó bién al ángel del hogar o bien a la mujer ruda capaz de cargar con un martillo neumático, como en el mítico cartel: We can do it! Y sí, ha quedado demostrado, ¡podemos hacerlo! Incluso podemos hacerlo a tiempo parcial mientras seguimos asumiendo las tareas de reproducción, o incluso a jornada completa haciendo malabarismos, o asalariando a otros probablemente mujeres, seguramente migrantes que vienen, no por casualidad, a sustituir a otras mujeres en esa tarea, o que provéen de fuerza de trabajo más barata desde sus lugares de origen para suplir la falta de nacimientos, sea por imposibilidad (es decir, imposición); o por decisión surgida como rechazo a ese tipo particular de explotación.
La verdadera pregunta es si queremos ser tenidas en cuenta en la misma medida que los hombres, igualadas en el mercado, en un sistema que nos roba la vida y hace que nos relacionemos como objetos. Probablemente las burguesas sí deséen ser iguales a los varones de su clase, pero para las proletarias, como ya algunas compañeras teorizaron al calor de las luchas de los años 60-70 en Italia, la autonomía salarial es ser individuo para el capital, no menos en el caso de las mujeres que en el de los hombres. Quienes pretenden que la liberación de la mujer proletaria estriba en la posibilidad de encontrar trabajo fuera de casa, no están descubriendo más que una parte del problema, no la solución. La esclavitud en la cadena de montaje no es ninguna liberación de la esclavitud del fregadero de la cocina. Las mujeres deben redescubrir por completo sus posibilidades, que no son ni hacer calceta ni ser capitán de altura.
La misma crítica del trabajo que hemos estado apuntando es aplicable al trabajo doméstico de las mujeres. Si afirmamos que es trabajo y que es explotación es porque queremos liberarnos de esa esclavitud a la que se nos ha condenado históricamente. Sin embargo, no queda muy claro en algunos eslóganes, que más bien lo exaltan como algo positivo. Si históricamente el obrerismo y gran parte de quienes se dijeron revolucionarios exaltaron el trabajo en la fábrica, afirmaron la identidad obrera masculina (y musculada) como algo positivo, no podemos seguir cometiendo el mismo error. Entonces, si decimos “¡Eh! ¡Que nosotras también estamos siendo explotadas y en muchas ocasiones fuera y dentro del hogar!”, que sea para luchar por acabar con la explotación porque, ¿para qué nos sirve el reconocimiento? ¿El reconocimiento de quién?
Desde sus inicios, el capitalismo se encontró con una contradicción: necesita explotar a las mujeres como reproductoras de la fuerza de trabajo pero también, en ocasiones y según las necesidades del mercado, en el trabajo asalariado. Esta contradicción se ha ido salvando de diversas maneras, con la incorporación de mujeres en el mercado laboral, susituyendo a éstas por el trabajo de personas migrantes, mediante las dobles jornadas, asumiendo el Estado una parte de estas tareas en el llamado “Estado del bienestar”, etc. En períodos de crisis como el que vivimos, al igual que otras, éstas contradicciones se agudizan. Y si bien esta contradicción es insalvable para el capitalismo, y por ello no se puede poner fin a la opresión sobre las mujeres bajo el reinado del Capital, no es insalvable para los explotados y las explotadas si luchamos para dejar de serlo, y no para continuar reproduciendo este sistema.
Para los obreristas y muchos de los que se proclamaron revolucionarios, proletario era igual a obrero varón y la revolución consistía en trabajar más. Puesto que defendieron una supuesta revolución que no abolía ni el trabajo ni el valor, defendieron también que el trabajo liberaría a las mujeres. Los proletarios no pueden hacer de su rol una herramienta para emanciparse, porque este papel les es dado por el Capital. Así pues, su única arma radical es su potencial negativo: los proletarios sólo pueden ganar luchando contra sí mismos, es decir, contra lo que son forzados a hacer y ser como productores. Y esto es impensable si no negamos al mismo tiempo lo que somos forzados a hacer y ser en función de nuestro sexo en beneficio del Capital y del Estado.
El problema de muchos de los debates y problemas que están surgiendo también al interior del feminismo, por ejemplo, en torno al tema de la prostitución, parte también de la falta de reapropiación de esta crítica del trabajo que ha elaborado nuestra clase en su conjunto, de todas las razas y de ambos sexos, a base de derrotas. Se debate acerca de si la prostitución es un trabajo o no lo es, partiendo unas del trabajo como algo positivo y reivindicable y otras de negarlo como trabajo en base a que se considera algo degradante, cuando el trabajo es sinónimo de degradación. Y si bien hay trabajos más degradantes que otros, esto no puede hacernos perder de vista (como ya hemos desarrollado) que lo necesario es abolir todos los trabajos. La clave para acabar con estas falsas dicotomías es la crítica del trabajo como prostitución.
Tampoco se puede esperar ninguna tranformación social pidiendo al Estado, que sólo puede poner parches a los problemas que él mismo genera. Este sistema se nos presenta como fragmentado, pero no se puede separar el Estado del Capital, ni de las relaciones patriarcales. Son parte de una totalidad. Entonces, cuando pedimos al Estado, por ejemplo, una educación no sexista, ¿no estamos pidiendo peras al olmo? ¡Como si la escuela pudiera ser una burbuja que no fuese penetrada por el resto de relaciones que la rodean, como si no fuese un pilar para sostener estas relaciones, para deformarnos como futuros explotados y explotadas serviles a este sistema que es en sí sexista!
El 8M se pudo escuchar también algo distinto a la mayoritaria atmósfera de recuperación estatal, una consigna brutal, hermosa y potente: yo sí te creo. Se alzaban miles de voces para decir: tranquila, hermana, aquí está tu manada. Y ahí, en esas voces cargadas de rabia y de dolor encontramos una fuerza distinta, distinta porque parte de una solidaridad directa por fuera y contra el Estado.
Necesitamos urgentemente dejar de ser violadas, golpeadas, tratadas como cuerpos-objetos y queremos luchar contra ello en lo inmediato. Pero necesitamos urgentemente superar de raíz este estado de cosas, por eso no podemos esperar que las mismas instituciones que son el origen de estos problemas nos aporten las soluciones. Por eso necesitamos tejer lazos por fuera y contra del Estado y de la política, para apoyarnos y defendernos de las agresiones, pero también para profundizar en el contenido de las luchas, y que éstas no sean recuperadas de forma que terminemos remando en contra de nuestra propia emancipación.
No se trata de esperar a un mañana revolucionario que llegará del cielo dentro de 500 años, se trata de lo que hacemos hoy para luchar contra estas condiciones que nos ha tocado vivir. Es necesario también luchar contra esa separación entre nuestras necesidades inmediatas y la urgente necesidad de revolución social. El Estado va a tratar siempre de canalizar todas las luchas que surgen de nuestras necesidades hacia reformas, que no hacen más que perpetuar el problema, y todo lo que hacemos ahora va en una u otra dirección.
No queremos cadenas más largas, queremos destruir este mundo que nos aprisiona. Y sólo mientras luchamos por destruirlo podremos generar unas relaciones humanas que no nos dañen, eso sí con mucha lucha de por medio, pero mejor eso que la pasividad y el aislamiento, mejor eso que seguir reproduciendo la enorme suciedad que es esta sociedad.
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