“Trabajar como un burro” y “trabajar como un negro”



“Trabajar como un burro” y “trabajar como un negro”: expresiones milenarias que reflejan la plena vigencia de la nauseabunda esclavitud


No permitáis que nadie pase por alto la carga de su responsabilidad. Mientras tantos animales sigan siendo maltratados, mientras los lamentos de los animales sedientos en los vagones de carga se enmudezcan, mientras tanta brutalidad prevalezca en nuestros mataderos, todos nosotros seremos culpables. Cada cosa que vive tiene valor como ser vivo, como una de las manifestaciones del misterio de esta vida

Albert Schweitzer


El asesinato de una persona -al que no se le debería encontrar explicación o justificación alguna- tiene su antecedente literario más lejano en el Antiguo Testamento e involucró a los dos primeros hermanos de nuestra saga. El sustantivo "frater" nos ayuda a ejemplificar que de la misma etimología surgen los sentimientos más antagónicos. De la raíz latina de la palabra hermano surge la bifurcación: fraternidad, asociado con la armonía, y fratricidio, emparentado con el crimen. Prescindiendo de la autenticidad del episodio entre Caín y Abel, es importante la interpretación de que la rivalidad fraternal siempre ha existido y que constituye una característica intrínseca e inevitable de la relación entre humanos. Ese fratricidio inclinó la balanza hacia el egoísmo, los celos, la envidia, la competitividad feroz y estos, separados o conjuntamente, derivaron en la ceguera humana que a la postre generó las guerras, las persecuciones y las matanzas.



Aquellas diferencias que ideamos en nuestros cerebros y atesoramos en nuestros corazones nos conducen a la segregación de tipo racial, sexual, ideológico y religioso, por medio de las cuales grupos minoritarios desarrollan sus vidas entre el hostigamiento y el cercenamiento de sus derechos fundamentales por parte de mayorías, que harán lo que fuere necesario en aras de perpetuar su hegemonía. Una de las facetas más visibles de esta realidad la vemos en el Apartheid.

Para oprobio de la raza humana, la esclavitud -que goza de plena vigencia, aunque en variados formatos- es una forma de opresión del hombre contra su semejante que se practica desde la antigüedad. Los europeos marcaron un hito en la historia universal con la implantación de la esclavitud africana, exportando a regiones desconocidas para sus habitantes cantidades industriales de seres humanos devenidos en cosas. El descubrimiento de América y la inmediata ocupación de este continente por parte de Europa habrían de repercutir de manera dramática a partir del Siglo XVI en la sufrida y exótica población del "Continente Negro". Las bondades y riquezas naturales de América cautivaron a sus conquistadores, pero las perspectivas de desarrollo de esa empresa implicaban el complemento de una mano de obra indispensable para la apropiación de esos tesoros. El remedio para esa contingencia lo encontraron en África, y su gente fue la elegida para la tarea. Así comienza un flujo incesante a través del Atlántico que habría de durar cuatro agobiantes siglos.

La esclavitud como forma de trabajo legal ha sido abolida en todos los países del mundo, pero no implicó su desaparición, pues esta es una realidad que subsiste y que toma múltiples formas, como la prostitución, la pornografía, el tráfico de drogas, el robo, el trabajo infantil y doméstico, la mendicidad obligatoria, la venta callejera, etc. La segregación de la etnia negra en Sudáfrica (Apartheid) estuvo vigente hasta 1992, lo que demuestra en forma clara y fehaciente que el racismo es moneda corriente en la actualidad y no se vislumbra esa tolerancia que haga de este mundo un remanso de paz.

Si así es el trato entre seres humanos, ¿qué podemos dejar para los animales?


La historia de la humanidad se encargó de hermanar a la raza negra y a los burros en el triste rol de esclavos, acuñándose de esa manera una añeja tradición de la cual la mayoría de los humanos no tiene la menor intención de apearse y que se mantiene indeleble al paso de los años. Está demostrado que los negros no tienen las mismas oportunidades que los blancos, a pesar de que Obama haya llegado a la presidencia de los Estados Unidos. Vale el pensamiento paradójico, pero en ese caso, el presidente negro resultó una "mosca blanca".


Tan fuerte es el desdichado vínculo que ambos mantienen que para la paremiología es exactamente lo mismo "trabajar como un negro" que "trabajar como un burro". No nos causa estupor convivir con expresiones de tinte absolutamente racista como las mencionadas anteriormente. Últimamente están apareciendo artistas y literatos de buena casta solicitando a las autoridades de la lengua que destierren de sus diccionarios este tipo de frases ofensivas, pero olvidamos que la Real Academia Española no es una institución que imparte justicia, sino el reflejo de la forma de vivir de los pueblos a través de la tradición. A tal punto esto es verdad que basta con leer la definición de la palabra "desasnar" -según esta prestigiosa institución- para entender el peso de la historia: "hacer perder a alguien la rudeza, o quitarle la rusticidad por medio de la enseñanza".

 Si se lograran erradicar estas expresiones -que hacen referencia a la misma historia de la humanidad y a la nauseabunda esclavitud a las cuales fueron sometidos los negros y los burros, entre otros pueblos y especies-, comunidades como la china, la gallega, la judía o la gitana, etc., formarían filas interminables en Madrid para hacer sus correspondientes descargos ante sus oficinas. Pero como esta realidad nos acompaña desde centenares de años atrás, nuestro intelecto nos impide revelarnos contra las disposiciones de las autoridades culturales responsables de dar de baja a viejas expresiones, o de alta a nuevas. Así como, "trabajar en negro, día negro, panorama negro, ¡bien cosa de negros!, magia negra, humor negro", tienen consabidas connotaciones negativas, se le llama víbora a una persona malintencionada, cerdo a un individuo sucio, rata a alguien despreciable y buitre al que se aprovecha de las desgracias ajenas.


Otra locución que viene como anillo al dedo para este artículo -que no por casualidad lleva el título de mi libro- es "fueron felices y comieron perdices". Siempre me pregunté: ¿por qué se celebra todo con comida? Todos los acontecimientos que acompañan el ciclo vital de la especie humana están indisolublemente ligados a la imperiosa necesidad de llevarse un alimento a la boca. Las tres respuestas vacuas que elijo a la ligera son: la primera, que "toda la vida fue así"; la segunda en tono interrogativo, "¿quiénes somos nosotros para andar cambiando las cosas, así porque así?"-que tiene mucho que ver con la zona de confort-, y la tercera -mucho menos elaborada aún para dar respuesta a tamaña interrogante, pero que para los humanos es más verdad que el pan y la tierra-, "¡porque sin comida sería todo tan aburrido!"

¿Por qué no tomar la comida como un acto fisiológico natural propio de un ser vivo -como lo que realmente es- y no como sinónimo de desbordes y abusos que a la postre no hacen otra cosa que esculpir cuerpos humanos asimétricos, además de provocar cúmulos de enfermedades? Son muchas las actividades fisiológicas que agradan al ser humano, ¿por qué solamente el acto de comer -y no el de alimentarse- tiene que ser público y ser tomado como una actividad gratificante? La respuesta la encontramos fácilmente en el desvío que la historia humana dio a la naturaleza del planeta y a su especie "más representativa", provocando que seamos los únicos obesos del reino animal e infectemos por añadidura a nuestras mascotas y víctimas.


"Fueron felices y comieron perdices" resume en cinco palabras toda la idea de especismo y antropocentrismo: la felicidad del hombre en detrimento del sufrimiento animal -en este caso la perdiz- que genera la idea subliminal de que para que seamos felices la muerte tiene que inmiscuirse entre nosotros. La idea principal y oculta es que la felicidad va acompañada de la saciedad, de la comida y por ende de la muerte.


Este título sugestivo que elegí para mi libro tiene como finalidad poner énfasis en que la lucha por la supervivencia es escandalosamente desigual. Para uno que nació y se crió en el Río de la Plata es muy fácil trasladar el título del libro a la idiosincrasia en la que fui educado: fotografías de comensales sonrientes, mientras al fondo se ve -entre humo, llamas y brasas- cómo se cocinan a fuego lento los cadáveres de quienes en vida no tuvieron la dicha de tan siquiera una pizca de felicidad.