El pasado 7 de julio, durante una actuación del macrofestival Mad Cool, falleció el acróbata Pedro Aunión Monroy. De acuerdo con las estadísticas oficiales del Ministerio de Trabajo, su muerte sería una de las dos diarias que se producen en los puestos de trabajo. La particularidad de ésta es que tuvo lugar ante 50.000 personas, lo cual – añadido al morbo que supuso que el festival no se cancelara en todo el fin de semana – sirvió para poner en el foco de atención mediático y social la siniestralidad laboral durante unos días. Eso sí, siempre poniendo énfasis en los errores humanos y no en las largas jornadas laborales y en las pocas horas que se destinan al ensayo y prevención de riesgos. Pero el día 13 otro dramático caso acapararía las portadas: un trabajador de 54 años moría por trabajar asfaltando una carretera de Sevilla en plena ola de calor, a más de 39ºC. En esta ocasión nadie pudo ocultar la responsabilidad de su jefe, que a pesar de conocer las alertas le ordenó seguir trabajando. La empresa Construcciones Maygar ya ha sido denunciada por este suceso.
Hemos de tener en cuenta que la siniestralidad laboral es mucho más común de lo que parece. En el año 2016, 629 personas murieron en el Estado español en el tajo. En el momento en que escribimos este artículo, las cifras que manejamos son que 203 personas fallecieron en el 2017. Reproducimos a continuación el artículo
“Cuando el trabajo se cobra la vida”, publicado por Miguel Ezquiaga en CTXT, en memoria de Pedro y de todas las personas que pierden la vida trabajando.
Cuando el trabajo se cobra la vida
Suspendida a treinta metros de altura, una caja iluminada volaba sobre el público del festival Mad Cool. En su interior, el acróbata Pedro Aunión pirueteaba al ritmo de la música. Un cuerpo –el suyo– que ocupaba aquel poliedro con movimientos ligeros y pausados. Sin embargo, los años de carrera como bailarín aéreo no evitaron que algo fallara. Cuando Aunión quiso cambiar el cable corto al que estaba sujeto por otra goma elástica y más larga para descensos, terminó precipitándose al vacío. Las pantallas del recinto retransmitieron su caída, pero el evento siguió adelante; las primeras explicaciones de la organización llegarían cuatro horas después. Aún sin conocer lo sucedido, un profético Billie Joe, de la banda Green Day, cantaba en el tema inaugural de su actuación que el silencio es el enemigo. Al tiempo, a escasos metros del escenario, la policía científica tomaba pruebas del lugar de los hechos.
Según el
Ministerio de Empleo, en 2016 se produjeron 566.335 accidentes laborales con baja en nuestro país; 36.987 más que en 2015. De ellos, 629 resultaron mortales. Este último repunte de la siniestralidad también queda confirmado durante el primer cuatrimestre de 2017: un 4% más que en el mismo periodo del año anterior. “Desde un punto de vista técnico, cualquier accidente que suceda en el ámbito laboral es un accidente de trabajo, independientemente de la causa primaria”, explica Pedro J. Linares, secretario de Salud Laboral de CC.OO.
“La siniestralidad supone el fracaso anterior de un sistema preventivo. Deben existir elementos de seguridad suficientes para que los errores humanos no desencadenen incidentes de trabajo”, agrega Linares. La citada estadística solo recoge como accidentes aquellos sucedidos entre la población activa con cobertura en materia de siniestralidad. Los autónomos no aparecen en ella. “Los números son alarmantes, pero ni siquiera reflejan toda la gravedad del asunto”, señala Linares. Este recuento tampoco tiene en cuenta las enfermedades profesionales, aunque estas puedan disminuir la esperanza de vida.
Hace diez años los accidentes laborales contabilizados superaban el millón de casos, si bien el fenómeno se ensañaba especialmente con los sectores de la construcción y la industria. Con la llegada de la crisis económica, esta clase de sucesos se ha generalizado. Linares señala el marco de relaciones laborales y la precariedad como verdugos: “La siniestralidad no sucede aleatoriamente. Es efecto del tipo de mercado de trabajo que hemos configurado, donde el 25% de los contratos firmados dura menos de una semana, el 35% menos de un mes y las relaciones laborales se han individualizado radicalmente”, asegura. En el primer cuatrimestre del año han fallecido 168 trabajadores.
La temporalidad hace de la prevención de riesgos una quimera materialmente imposible. “Al trabajador no le da tiempo a conocer su propia tarea –para atender a los riesgos que esta conlleva– y al empresario no le merece la pena invertir en programas formativos”, advierte Linares, que también señala un incremento de la presión sobre el empleado tras los recortes de plantilla. “Observamos una carga desmesurada como forma de sacar adelante la tarea contando con menos personal. Con la imposición de este tipo de sistemas, es difícil que las medidas de seguridad encuentren acomodo”, explica.
“Tampoco suelen existir protocolos de coordinación entre las múltiples subcontrataciones que coinciden en un mismo espacio”, anota Linares. En esa cadena la prevención se diluye: durante el ensamblaje de las gradas en la Gran Fira de València, un trabajador caía al suelo y entraba en coma. Tras una semana en situación de muerte cerebral, fallecía el pasado 4 de julio. “Habitualmente hacemos jornadas de 12 y 14 horas para cumplir con los plazos de montaje y desmontaje”, afirma Xavier. Aquel día un dolor de espalda le impidió salir de la cama. No presenció el traspié de su compañero sobre el andamio, pero conoce el peligro del oficio cuando hay prisa. La misma celeridad que la noche del fallecimiento de Aunión auspició el espectáculo
sin un ensayo general.
Linares defiende que los niveles de desempleo obligan a la asunción de condiciones que en otro tiempo no se aceptarían. “Hay muchas dificultades para integrarse en otro puesto y la conservación del mismo prima sobre todo lo demás”. Como advierte, las sucesivas normas han construido un “marco legal de unilateralidad” donde el empresario goza de mayor capacidad para el ejercicio de sus intereses, en detrimento del trabajador. “Para defender adecuadamente nuestros derechos necesitamos una vuelta a la negociación colectiva” anterior a la reforma de 2010.
La movilidad laboral fragmenta la mano de obra, “desvertebra la clase obrera”, subraya Linares. Su reto consiste en revertir el “déficit propio” que les dificulta llegar hasta los sectores más precarizados. “Da igual lo desmenuzado que esté, queremos que cualquier colectivo entienda la utilidad del sindicato para defender los derechos de los trabajadores”. “En materia de siniestralidad tenemos por delante una enorme tarea de pedagogía social”, añade, “debemos impulsar la concepción de que trabajo y accidente no tienen por qué estar relacionados. Existe capacidad técnica suficiente para incorporar medidas protectoras en todos los ámbitos”.
En la entrada del Mad Cool se concentraron varias decenas de personas que exigían la depuración de responsabilidades ante la muerte de Aunión. Al costado, otros miles hacían cola para acceder al recinto y disfrutar de la programación. La papelera más próxima dejaba entrever un puñado de pulseras cortadas del festival; propiedad, tal vez, de quienes no podían hacer como si nada. Pedro, hermano, nosotros no olvidamos, corearon. Allí no ondeó la insignia de ninguno de los sindicatos mayoritarios.
El sector agrario y la construcción, los más castigados
Como explica el artículo que acabamos de compartir, la temporalidad hace estragos entre los/as trabajadores/as precarios/as. Por eso, de acuerdo con el artículo “
Las muertes por accidentes laborales ascienden un 9% en solo un año”, publicado por Ana Isabel Cordobés en el portal Cuarta Información, “desde el año 2012, el índice de mortalidad de trabajadores en el sector agrario ha ascendido de manera brutal. Esta cifra, que ya contempla la evolución en el número de trabajadores por sector y actividad, refleja la gravedad del asunto. En aquel año, se situaba en 6 fallecidos por cada 100.000 trabajadores. En 2016, ascendió hasta 10. Y en los primeros cinco meses de 2017, el número de accidentes mortales en este sector ha subido un 5,1%”.
Otra de las actividades en las que se observa un repunte en el número de accidentes mortales es la construcción, acompañado de una mayor actividad tras la lenta recuperación del sector del ladrillo tras la crisis que se inició en 2008. Los datos hablan por sí solos: en la evolución interanual, mientras que el número de ocupados tan solo ha aumentado un 4%, el índice de accidentes mortales en el sector ha subido un 33,6%, según datos del Ministerio de Empleo.
Según nos relata Cordobés, en lo que va de año han muerto “203 trabajadores durante su jornada laboral. De ellos, un 29% eran conductores y operarios de maquinaria móvil, un 13% peones de la agricultura, pesca y construcción, y otro 13%, trabajadores de la construcción”. Si bien estos números no sorprenden a nadie, no debemos obviarlos cada vez que recordemos la paradoja que supone que en nuestra sociedad se premia el pertenecer a una clase social en la que el acceso a la educación es más fácil y que los trabajos denominados poco cualificados, con la tasa de mortalidad tan elevada, son los peor retribuidos.
Según publicó Sermos Galiza el mes pasado, Galicia es la Comunidad Autónoma con mayor tasa de siniestralidad laboral, duplicando su tasa a la media estatal.
La normalización de la muerte
¿Qué está pasando? ¿Por qué cada vez que muere alguien en el trabajo no aparece en los medios? ¿Importa menos que un hechos se repita 600 veces en un año para las familias? ¿Acaso hemos naturalizado la muerte? Cuando Pedro se precipitó al vacío no fue presenciado por las 50.000 personas que se encontraban presentes, pero varios centenares de ellas sí lo vieron, y continuaron de fiesta al ritmo de Green Day. La organización no suspendió en el momento el festival alegando razones de seguridad, pero al día siguiente, no existiendo ningún riesgo de alteración del orden, siguió adelante y no lo canceló.
La muerte del trabajador en Sevilla apareció en la prensa por la particularidad que supuso que un hombre muriera de un golpe de calor la misma semana que se alcanzó el récord histórico de calor en la península: 47ºC. Puesto que lo previsible es que esta cifra se vaya a repetir en el futuro que nos espera gracias al cambio climático, este tipo de noticias terminarán por normalizarse también y se dejará de hablar de ellas.
Esperemos que, por lo menos, su muerte sirva para lograr algún avance en derechos sociales. Quizás el futuro nos depare convenios colectivos que tengan en cuenta los meses de más calor, como el que se aprobó el 26 de junio de 1936 en Sevilla, cuyo artículo 6 estipulaba que “la jornada será de seis horas diarias y treinta y seis semanales, desde el primero de octubre hasta el 30 de marzo se repartirá de nueve a doce de la mañana y de una a cuatro de la tarde. En los meses de primero de abril a treinta de septiembre la jornada será de seis a doce de la mañana” (más información en el artículo “Así era el convenio laboral que regulaba el calor (y la lluvia) en 1936”, por Olivia Carballar, publicado en La Marea).