El conocimiento líquido: Sobre la reforma de las universidades públicas. José Luis Pardo

...Con todo, a quienes llevamos toda nuestra vida en el mercado laboral no nos resulta nada extraño este tipo de humillación que consiste en que, de cuando en cuando, llega a la empresa o la institución en la que trabajamos un jefe de personal más o menos mentecato y decreta que las condiciones económicas se han endurecido, que la labor que realizábamos hasta ese momento ha dejado de ser rentable y que hemos de aceptar con resignación nuestro despido, acostumbrarnos a cobrar menos, a trabajar peor o a hacer cosas aún más vergonzosas para poder seguir ganándonos la vida. Si alguien se hubiera limitado a decirnos que los institutos de bachillerato o las universidades son demasiado caros, que la ilustración como instrumento de emancipación y de justicia social ya no resulta rentable y que hay que acometer su reconversión para transformar los antiguos establecimientos de enseñanza y de investigación en modernas expendedurías de “conocimiento-rápido” o “conocimiento-basura” al estilo de las empresas de trabajo temporal y precario, esto nos habría resultado muy penoso desde el punto de vista profesional y personal, pero también muy conocido si tenemos alguna experiencia y alguna memoria de clase trabajadora. Lo verdaderamente deshonroso es que esta humillación se ha envuelto en los ropajes de una “revolución del conocimiento” sin precedentes que llevará a nuestros países a alcanzar altas cotas de progreso y puestos de cabeza en el hit parade internacional de la innovación científica. En El País del 22 de Abril de 2006 (“Juan Pablo II”), Rafael Sánchez Ferlosio recordaba una vez más que “la apología positiva del ‘trabajo’ en sí mismo y por sí mismo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo –sin determinación de contenido– como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para obreros”. Nosotros tendríamos ahora que decir que “la apología positiva del ‘conocimiento’ en sí mismo y por sí mismo” surgió con la derecha ultraliberal y su necesidad de empleados inestables, y fue enseguida recogida sin rechistar por la izquierda aerodinámica; y que “la exaltación del conocimiento –sin determinación de contenido– como virtud moral” se ha desarrollado al modo de “la más perversa pedagogía” para obreros del saber descualificado.

La “perversión” ha resultado en este caso muy fácil de imponer: sin duda, debió hacer falta dar un gran giro teológico para mudar la naturaleza del trabajo desde su originaria condición de castigo divino a la de vía regia para la redención, la salvación e incluso la revolución, mientras que resulta casi imposible señalar un solo signo de resistencia frente a la monumental sandez, hoy aceptada como dogma, de que el dominio universal de la comunicación social por parte de las empresas privadas del sector de las nuevas tecnologías (completamente imposible de someter a cualquier instancia jurídica, política, científica o de cualquier orden ajeno a la lógica del propio mercado) es un salto cualitativo en la evolución cultural de la especie; de que las descargas de pornografía por Internet, la exaltación ilimitada del yo mediante la página web y el blog o la transmisión de mensajes mediante teléfonos móviles representan una opinión pública mundial que amplía y profundiza la democracia hasta niveles nunca conocidos; o de que el floreciente negocio que para los fabricantes de hardware y de software ha supuesto el imperativo indiscutido de colonizar todas las instituciones educativas con sus productos (productos que no dejan de ser “contenedores” que nada dicen acerca de la calidad de lo contenido en ellos o de su capacidad para contener los saberes que suponemos propios de tales instituciones), identificando sin el menor esfuerzo argumental la ciencia con la instalación de ordenadores y de banda ancha, portátiles, wi-fi y cañones de proyección para power point –perfectamente compatibles, por lo que sabemos, con la más completa ignorancia y la estupidez más generalizada, además de con la cruda maldad–, es una garantía del acceso mundial a la verdad. Este “conocimiento” no puede ser otra cosa más que ese flujo continuo y uniforme de contenidos indiferentes producidos exclusivamente como relleno superfluo y siempre sustituible para empastar tan ilimitadamente vacíos y tecnológicamente deslumbrantes envases...