El obrerismo es obsoleto pero la posición de los trabajadores sigue siendo pivotal.


“Aboliremos los esclavos porque no podemos aguantar su mirada.”
Nietzsche.

Luchar por la liberación no supone aplaudir los rasgos de lo oprimido. La más extrema injusticia de la opresión social es que es más probable que degrade a las víctimas que las ennoblezca.

Gran parte de la retórica de la izquierda tradicional procede de nociones obsoletas de la ética del trabajo: el burgués sería malo porque no realiza ningún trabajo productivo, mientras los honorables proletarios merecerían los frutos de su trabajo, etc. Como el trabajo ha llegado a ser cada vez más innecesario y dirigido hacia fines cada vez más absurdos, esta perspectiva ha perdido todo el sentido que pudiera haber tenido alguna vez. La cuestión no es alabar al proletariado, sino abolirlo.

La dominación de clase no ha desaparecido sólo porque un siglo de demagogia izquierdista haya conseguido que parte de la vieja terminología radical suene lo bastante sensiblera. Mientras hacía desaparecer progresivamente ciertos tipos de trabajo manual tradicional y abandonaba al desempleo permanente a sectores enteros de la población, el capitalismo moderno ha proletarizado a casi todos los demás. Oficinistas, técnicos, e incluso profesionales de clase media que antiguamente se ufanaban de su independencia (médicos, científicos, académicos) están cada vez más sujetos a la más cruda comercialización e incluso a una regimentación semejante al trabajo en cadena.

Menos de un 1% de la población mundial posee el 80% del territorio. E incluso en los supuestamente más igualitarios Estados Unidos, la disparidad económica es extrema y se hace constantemente más extrema. Hace veinte años el salario medio de un alto dirigente era 35 veces mayor que el salario medio del obrero de fabrica; hoy equivale a al menos 120 veces. Hace veinte años el 0,5% de los más ricos de la población americana poseía el 14% de la riqueza privada total; ahora poseen el 30% de la misma. Pero tales proporciones no dan la medida completa del poder de esta élite. La “riqueza” de las clases media y baja se dedica casi enteramente a cubrir sus necesidades cotidianas, dejando poco o nada para invertir en cualquier plano significativo que dé poder social.

Un magnate que posea tan sólo el cinco o diez por ciento de una sociedad anónima podrá normalmente controlarla (debido a la apatía de la masa no organizada de pequeños accionistas), ejerciendo así tanto poder como si poseyera la corporación entera. Y hacen falta sólo unas cuantas corporaciones mayores (cuyas direcciones están estrechamente interrelacionadas una con otra y con las burocracias más altas del gobierno) para comprar, suprimir o marginalizar a competidores independientes más pequeños y controlar efectivamente a los políticos clave y a los medios.

El espectáculo omnipresente de la prosperidad de la clase media ha ocultado esta realidad, especialmente en los Estados Unidos donde, debido a su historia particular (y a pesar de la violencia de muchos de sus conflictos de clase del pasado), la gente es más ingenuamente inconsciente de las divisiones de clase que en cualquier otra parte del mundo. La extensa variedad de etnias y la multitud de gradaciones intermedias complejas han amortiguado y oscurecido la distinción fundamental entre dominantes y dominados. Los americanos poseen suficientes mercancías para no tener que prestar atención al hecho de que otros posean la sociedad completa.

Excepto quienes están en lo más bajo, que no pueden evitar conocer mejor esto, asumen generalmente que la pobreza es culpa de los pobres, que cualquier persona emprendedora encontrará siempre muchas oportunidades, que si no puedes tener una vida satisfactoria en algún lugar puedes encontrar siempre un nuevo punto de partida en cualquier otro.

Hace un siglo, cuando la gente simplemente tenía que desplazarse más al oeste, esta creencia tenía algún fundamento; la persistencia del espectáculo nostálgico de la frontera oscurece el hecho de que las condiciones presentes son muy diferentes y que ya no tenemos ningún sitio donde ir.

Los situacionistas utilizaron a veces el término proletariado (o más precisamente, el nuevo proletariado) en un sentido amplio para referirse a “todos aquellos que no tienen poder sobre sus propias vidas y lo saben.”

Este uso puede ser poco riguroso, pero tiene el mérito de acentuar el hecho de que la sociedad está todavía dividida en clases, y que la división fundamental se da todavía entre unos cuantos que poseen y controlan todo y el resto que tiene poco o nada que cambiar más que su propio poder de trabajo. En algunos contextos puede ser preferible utilizar otros términos, como “el pueblo”; pero no cuando esto contribuye a mezclar indiscriminadamente explotadores con explotados.

No se trata de romantizar a los trabajadores asalariados que, no sorprendentemente, considerando que el espectáculo se diseña sobre todo para mantenerlos engañados, están con frecuencia entre los sectores más ignorantes y reaccionarios de la sociedad. Ni es cuestión de sopesar agravios diferentes para ver quién está más oprimido.

Toda forma de opresión debe ser contestada, y todos pueden contribuir a esta contestación — mujeres, jóvenes, desempleados, minorías, lumpen, bohemios, campesinos, clases medias, e incluso renegados de la élite dominante. Pero ninguno de estos grupos puede alcanzar una liberación definitiva sin abolir el fundamento material de todas estas opresiones: el sistema de producción de mercancías y el trabajo asalariado. Y esta liberación sólo puede alcanzarse mediante la auto-abolición colectiva de los trabajadores asalariados. Sólo ellos tienen capacidad no sólo para llevar directamente a detenerse a todo el sistema, sino también para poner de nuevo las cosas en marcha de un modo fundamentalmente nuevo.

Ni se trata de reconocer a nadie privilegios especiales. Los trabajadores en los sectores esenciales (alimentación, transporte, comunicaciones, etc.) que han rechazado a sus jefes capitalistas y sindicales y han comenzado a autogestionar sus actividades no tendrán obviamente interés en defender el “privilegio” de hacer todo el trabajo; por el contrario, tendrán un vivo interés en invitar a los otros, sean no trabajadores o trabajadores de sectores obsoletos (justicia, ejército, comercio, publicidad, etc.), a unirse a su proyecto para reducirlo y transformarlo. Cualquiera que tome parte cooperará en la toma de decisiones; sólo quedarán excluidos quienes permanezcan a un lado reclamando privilegios especiales.

El sindicalismo y el consejismo tradicionales se han inclinado excesivamente a tomar la división del trabajo existente como dada, como si la vida de la gente en una sociedad postrevolucionaria continuase girando alrededor de trabajos y lugares de trabajo fijos. Incluso dentro de la sociedad presente tal perspectiva se está haciendo cada vez más obsoleta: como la mayoría de la gente tiene trabajos absurdos y con frecuencia sólo temporales, sin identificarse de ninguna forma con ellos, y muchos otros no trabajan en absoluto en el mercado asalariado, los temas relativos al trabajo se convierten simplemente en un aspecto de una lucha más general.

Al principio de un movimiento puede convenir que los trabajadores se identifiquen como tales. (“Nosotros, trabajadores de tal o cual compañía, hemos ocupado nuestro lugar de trabajo con tales o cuales objetivos; urgimos a los trabajadores de otros sectores a hacer lo mismo.”) La meta última, sin embargo, no es la autogestión de las empresas existentes.

Pretender, digamos, que los trabajadores de los medios deban tener control sobre estos sólo porque trabajan allí casualmente sería casi tan arbitrario como el control actual por parte de cualquiera que los posee casualmente.

La gestión de los trabajadores de las condiciones particulares de su trabajo deberá combinarse con la gestión por parte de la comunidad de los asuntos de incumbencia general. Amas de casa y otros que trabajan en condiciones relativamente separadas tendrán que desarrollar sus propias formas de organización que les capaciten para expresar sus intereses particulares.

Pero los conflictos potenciales de intereses entre “productores” y “consumidores” se superarán rápidamente cuando todos lleguen a estar directamente involucrados en ambos aspectos; cuando los consejos de trabajadores se interrelacionen con los consejos de comunidad y de barrio; y cuando las posiciones de trabajo fijas se apaguen gradualmente mediante la obsolescencia de la mayoría de los trabajos y la reorganización y rotación de aquellos que se mantengan (incluidos los trabajos del hogar y el cuidado de los niños).

Los situacionistas estuvieron verdaderamente en lo cierto al luchar por la formación de los consejos obreros durante las ocupaciones de fábricas de mayo de 1968. Pero debería anotarse que tales ocupaciones se pusieron en movimiento mediante acciones de la juventud en gran medida no trabajadora. Los situacionistas posteriores a mayo del 68 tendieron a caer en una especie de obrerismo (aunque con una ética resolutivamente anti-obrerista), contemplando la proliferación de huelgas salvajes como el mejor indicador de las posibilidades revolucionarias mientras dedicaban menos atención a desarrollos sobre otros terrenos.

En realidad sucede frecuentemente que los obreros que son poco radicales a otros respectos son forzados a unirse a las luchas salvajes debido tan sólo a la descarada traición de sus sindicatos; y por otra parte, se puede resistir al sistema de muchas otras formas además de las huelgas (incluyendo en primer lugar evitar el trabajo asalariado en la medida en que sea posible).

Los situacionistas reconocieron correctamente la autogestión colectiva y la “subjetividad radical” del individuo como aspectos complementarios e igualmente esenciales del proyecto revolucionario, pero sin conseguir completamente llegar a unirlas.