En épocas electorales siempre hay menciones, más bien pocas, en torno a la abstención. Pero tales discursos tienden en general a considerarla como un problema o una preocupación: si habrá mucha o poca, si afectará a uno u otro partido, si es más de izquierdas que de derechas. Y se repite, sobre todo durante la insípida jornada de reflexión, la llamada pública de las élites políticas a participar con el voto en las elecciones correspondientes. Y hasta en la redes sociales se puede leer cierta letanía que demoniza a quien se abstiene, pues por su culpa la opción x (en general esto sucede entre quienes son de izquierda) no tendrá los suficientes apoyos para obtener más escaños, o ampliar su capacidad de influencia parlamentaria o sus opciones de gobierno, dando por supuesto que quien comete dicho «pecado» es necesariamente un "indeciso" de izquierdas (¿?). En fin, la retórica política dominante, que identifica acción política con acción institucional mediada por elecciones, suele cargar negativamente contra quien en un momento dado opta por abstenerse, señalando con múltiples taras y viejas retahílas morales a esas personas como «pasotas», «desinformadas», «ignorantes», «indolentes, «despreocupadas», etc. En el mejor de los casos, están simplemente «desilusionadas» de la política.
No obstante, nunca se dice que la abstención electoral, o la abstención como acción política en general, es una opción que constituye e instituye el derecho democrático al voto. En las lides electorales los discursos suelen revertir interesadamente este derecho en deber, intentando con ello minimizar los efectos aparentemente no deseados de la opción de no votar a ninguno de los contendientes. Pero el hecho nunca resaltado es que la abstención forma parte sustancial del ejercicio del derecho al voto. En el fondo, y a pesar de la retórica dominante que la define como «el acto por el cual un potencial votante en unas elecciones decide no ejercer su derecho al voto» (ver wikipedia), es el ejercicio a un voto «contravenido»: aquel que expresa con su no-voto la opción de que básicamente ninguna de las alternativas en pugna le satisface políticamente. Es pues el derecho a contravenir la norma de votar necesariamente entre las alternativas instituidas, pues éstas no satisfacen el criterio de completitud de todas las alternativas posibles. Pero es algo más: gracias a que cualquiera puede abstenerse en una votación, el votar se define como un derecho. Si no se posibilitara la abstención, automáticamente el voto se convertiría en un deber, y como tal su contravención (el no votar), sería tipificado como delito y, por lo tanto, como punible o sancionable. Dicho de otro modo: gracias a que puedo abstenerme existe el voto como derecho. Y por esto mismo, la abstención es una opción digna, legítima e, incluso en muchas ocasiones, es la opción más adecuada.
Por otro lado, cierto es que en unas elecciones políticas, la abstención es interpretativamente escurridiza o ambigua. De ahí la desazón que casi siempre acompañan a los análisis estadísticos, que desearían amordazarla y acotarla como sucede con los votos emitidos a uno u otro partido en liza. Las razones por las que alguien se abstiene pueden ser múltiples, variopintas y extrañas. Contra quienes pretenden minimizarla recurriendo a sesgos formales, como errores en el censo, o fuerzas mayores de enfermedad, muerte o impedimentos de última hora, hay que resaltar que la abstención sólo es concebible como un acto voluntario, cuyas razones pertenecen sólo al limbo de la propia conciencia.
Quien se abstiene sabe bien (o mal) por qué no ha ido a votar. Puede que su abstención no sea «activa», en el sentido anarquista de crítica radical al sistema político representativo y mediado de las democracias capitalistas, postura por otro lado encomiable y más que correcta en la mayoría -por no decir en todas- de las aburridas convocatorias electorales que padecemos cada cierto tiempo, pero no cabe duda que quien se abstiene lo hace voluntariamente, no de forma inconsciente ni anodina ni simplona. Cabría preguntarse cuánto de anodino, inconsciente y simplón hay en mucho voto emitido por hábito, costumbre e intereses creados, y que favorece usualmente a cualquiera de los partidos habilitados a gestionar el «Poder». Aunque todos los partidos políticos electorales saben bien que la abstención no cuenta en ningún caso para el reparto final de escaños, también saben que el amplio espectro de la indecisión alimenta precisamente esa abstención. Por ello los discursos electorales al principio se suelen orientar a los votantes propios, y en la segunda mitad de campaña al maremágnum del voto indeciso. O al revés, según sea la hidalguía del partido que se presente.
En resumen: 1º Toda abstención es voluntaria. 2º Toda abstención es intrínsecamente política. 3º Al ser un contravención a las opciones dadas, las razones últimas de toda abstención se escapan al acotamiento estadístico. 4º La abstención es fuertemente contextual y dinámica: quien se abstiene hoy puede que no se abstuviera ayer y viceversa. Y 5º y central, la abstención es consustancial al derecho al voto, forma parte indisoluble del propio derecho a votar (o no votar) y, por lo tanto, es tanto (o más) digna y necesaria para una democracia como el propio voto a cualquiera de las alternativas dispensadas.
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Toda persona que haya participado activamente en algún momento de su vida en una asamblea plena, es decir, en un procedimiento de democracia directa entre iguales, sabe bien el valor político de la abstención. No es infrecuente que ante una propuesta o varias poco definidas, o insuficientemente argumentadas o cuyos objetivos no estén del todo claros, una mayoría de dicha asamblea simplemente se abstenga, lo que significa casi siempre que no es que estén en contra, si no que esperan que argumentos, objetivos o procedimientos se presenten de un modo más esmerado o matizado para que cada abstinente se decida o no apoyar la propuesta en cuestión.
Y hemos podido ver cómo el PP hace escasos meses pedía al PSOE que se abstuviera en la elección de investidura de Mariano Rajoy, cosa que probablemente se repita tras las elecciones próximas. Aunque a mucha distancia este ejemplo parlamentario del asambleario anterior, ambas situaciones reflejan la importancia política de la abstención, lo que ilustra cómo de una abstención política electoral (sin programa político explícito) se puede pasar a una política activa de la abstención. La abstención a veces concede respiros, otras limita gobiernos, y las más de las veces expresa de modo activo precisamente lo único que da valor auténtico a la democracia, más allá del sistema instituido que la encorsete: el disenso.