Llegué a este mundo de la asistencia telefónica por casualidad. No es que un día me levantara y decidiera estudiar durante cuatro años la carrera de telemarketing con el locuaz objetivo de terminar cogiendo llamadas durante toda mi vida. Fue por pura necesidad vital; era esto o tirar el bebé al contenedor y salir en los periódicos la mañana siguiente. Cuando uno decide dejar de tener filtros a la hora de buscar trabajo se encuentra de repente haciendo entrevistas para ejercer de teleoperador —este es, de hecho, el tipo de ofertas de trabajo que más abundan—. La idea inicial era estar un par de meses hasta "encontrar algo mejor, algo que me guste" pero ya sabéis como van las cosas. Joder, recuerdo que durante los primeros días tenía clarísimo que me largaría en menos de un mes. Mientras comía el sándwich de la máquina me repetía una y otra vez "mañana ni vuelvas". Al final estuve unos tres años. Es el temible golem de la inercia y el conformismo.
Me contrató una empresa que trabajaba para una entidad bancaria catalana. Mi trabajo consistía en realizar consultas y operaciones por teléfono para los clientes de esa entidad. Curiosamente mi sueldo no era el de un empleado de una entidad financiera, pese a tratar con información sensible y dinero humano mi sueldo era equiparable al de un músico callejero, incluso menos. Supongo que la mayoría de vosotros habréis interactuado con este tipo de servicios para anular tarjetas de crédito perdidas. Os suena, ¿verdad? Ya os conozco, erais esos tipos de voz delicada y moral decaída que llamaba los domingos por la mañana. Siempre os tenía que pedir la letra del DNI porque erais incapaces de decírmela por defecto. Pero bueno, a uno le alegrabais la jornada.
Existe un dato muy importante a tener en cuenta: yo me dedicaba a lo que se llama "recepción de llamadas", o sea, a mí la gente me llamaba, no tenía que ir persiguiendo a peña para venderles mierdas (lo que sería "emisión de llamadas"). Yo simplemente estaba sentado en una cómoda silla de oficina cogiendo llamadas durante ocho horas al día —de media cogía unas 100—. Lo hacíamos constantemente, casi no había descanso. Colgabas una llamada y tenías otras 12 en cola, esperando a ser atendidas. Intentar cogerlas todas era algo imposible, era por eso que muchos trabajadores sudaban y se lo tomaban con calma. No había final. El túnel eterno. Nos pasábamos el día hablando y casi todo el rato estábamos diciendo las mismas frases, las mismas palabras. Esta repetición de construcciones gramaticales acarreaba sus consecuencias: más de una vez había respondido llamadas de mis colegas a mi móvil personal con la frase con la que atendía a los clientes y, por supuesto, ellos se compadecían de mi suerte. Ahí es cuando ves que el trabajo está poseyendo tu vida, ahí es cuando ves que tienes que empezar a replantearte las cosas, ahí es cuando un teleoperador se ratifica o decide, de una vez por todas, abandonar. Debo decir que, llegado el momento, yo abandoné.
Ser teleoperador de un servicio de atención telefónica de una entidad bancaria no es precisamente un trabajo sencillo, al fin y al cabo interactuar con seres humanos es absolutamente complicado y aún más si estamos hablando de su dinero y si ésta gente puede encontrarse en situaciones extremas en las que seguramente eres su única esperanza, su única opción de supervivencia. Joder, pensadlo, a veces llamaba gente que estaba de vacaciones en rincones indómitos del planeta y la tarjeta no les funcionaba y lo descubrían en el preciso momento en el que tenían que pagar una extravagante cena en Bangkok. A veces les podía ayudar y otras veces no. En este último caso era cuando se ponían realmente nerviosos y agresivos. Un adulto no puede tolerar quedarse tirado a la hora de pagarle la comida a su familia y es entonces cuando decide empezar a insultarte, esa es su única salida. Y es que ahora que lo preguntas, los insultos eran una parte importante de este trabajo. A veces ibas a trabajar y pensabas, "a ver cuántas veces me llaman 'cabrón hijo de puta' hoy". Era parte del juego, tenía incluso un punto divertido. Y la verdad es que por mucho que te insultasen, el placer de ver cómo ese capullo que pedía "hablar con tu superior inmediatamente" se quedaba tirado en un país de mierda sin un puto duro no tenía precio. El puto karma. Una vez a un compañero le dijeron "te voy a reventar la tapa de los sesos" por teléfono. ¿Ah sí? ¿Y cómo coño pretendes hacerlo?
Pero no todo era un infierno, ya que el teleoperador tiene un poder secreto y desconocido: el mute. Existen las sintonías esas que te ponen mientras esperas pero también está ese mute corto que te permite hacer pequeñas incursiones de silencio en medio de las conversaciones, instantes clave en los que puedes hacer DE TODO. El mute marca la diferencia entre pegarse un tiro y sobrevivir, es un oasis de tranquilidad. Es lo que define al teleoperador, es el motivo por el que existe. Tienes que saber —querido lector— que las personas que te atienden por teléfono te odian y te insultan mientras estás hablando. ¿Cuántas veces habré llamado a alguien "enorme hijo de puta" mientras me preguntaban cuánto dinero tenían en la cuenta? Todo se limita a una cuestión de educación: si te trataban con respeto trabajabas "con ganas" pero si te empezaban a hablar mal hacías todo lo posible para eternizar la llamada, poner problemas al cliente e insultarlos con el mute puesto. Era divertido estar trabajando e ir escuchando a los compañeros insultar a la gente presionando con extrema precisión el mute en el momento adecuado: "Sí, por supuesto, la tarjeta está operativa pedazo zorra come mierda , le debería funcionar, señora Feliu". No hace falta decir que esta misma herramienta (mal utilizada) puede ocasionarte las peores pesadillas posibles. Varios compañeros tuvieron que dar explicaciones a por qué acababan de decirle a su interlocutor "paga lo que debes, cabrón" y otras lindezas. El mute te acerca al cielo pero puede hacerte descender a los infiernos. Hay que utilizar ese poder de forma responsable y manteniendo siempre el respeto hacia el botón.
Cuando finalmente decidí largarme de ese curro escribí "Pol Rodellar estuvo aquí" en una de las paredes de la oficina. Necesitaba evidenciar que había dejado una parte de mí en ese espacio. Regalarle tres años a algo o a alguien es algo que uno tiene que pensarse muy bien, al fin y al cabo todo lo que somos es tiempo. Durante esos años traté con clientes de todos los tipos; había gente muy jodida que cada mes las pasaba putas para seguir viviendo y también vislumbré cantidades increíbles de dinero. Dígitos y dígitos de riqueza, algo fuera de lo normal. Parece increíble que en un mismo planeta conviva todo esto. ¿Cómo puede ser que exista tan poco dinero y a la vez tanto dinero? Hay algo jodido en este mundo, algo que hace que mire al hombre y me entren ganas de apuñalarle la cara. Pese a toda la mierda, tenía compañeros de oficina absolutamente encantadores, muchos de ellos más sinceros y humanos que mucha de la purria que he ido conociendo a posteriori y en la que, lamentablemente, me estoy convirtiendo poco a poco. Recuerdo una vez cuando un compañero leyó en voz alta una noticia en un periódico de estos gratuitos; hablaba de un bebé de tres años que había muerto de cáncer no sé dónde. El tipo dejó el periódico en su mesa y mientras se sentaba dijo "tendría que haberme muerto yo", y se retiró a coger llamadas durante todo el día. Menudo héroe.