Podemos distinguir de forma aproximativa cinco grados de “gobierno”:
(1) Libertad sin restricción
(2) Democracia directa
a) consenso
b) dominio de la mayoría
(3) Democracia delegativa
(4) Democracia representativa
(5) Dictadura abierta de una minoría
La sociedad actual oscila entre (4) y (5), es decir entre el dominio abierto de la minoría y el dominio encubierto de la minoría camuflado por una fachada de democracia simbólica. Una sociedad liberada debe eliminar (4) y (5) y reducir progresivamente la necesidad de (2) y (3). . . .
En la democracia representativa la gente abdica de su poder en beneficio de candidatos elegidos. Los principios proclamados por los candidatos se limitan a unas cuantas generalidades vagas, y una vez que han sido elegidos hay poco control sobre sus decisiones reales acerca de cientos de problemas — aparte de la débil amenaza de cambiar el voto, unos años más tarde, a cualquier rival político igualmente incontrolable. Los representantes dependen de los ricos mediante sobornos y aportaciones a la campaña; están subordinados a los propietarios de los medios de comunicación, que deciden qué temas consiguen publicidad; y son casi tan ignorantes y débiles como el público general en lo que respecta a muchos asuntos importantes que están determinados por burócratas y agencias secretas independientes. Los dictadores abiertos a veces son derrocados, pero los verdaderos dominadores en los regímenes “democráticos”, la pequeña minoría que posee o controla virtualmente todo, nunca son votadas. La mayoría de la gente ni siquiera sabe quiénes son. . . .
En sí mismo, votar o no tiene poca importancia (quienes hacen una cuestión importante de su rechazo a votar simplemente están revelando su propio fetichismo). El problema es que el votar tiende a adormecer a la gente confiando en otros para que actúen por ellos, desviándolos de posibilidades más significativas. Unas cuantas personas que toman alguna iniciativa creativa (pensemos en las ocupaciones por los derechos civiles) pueden en última instancia tener un efecto mucho más amplio que si hubieran puesto su energía en hacer campañas en favor de políticos “menos malos” que sus oponentes. En el mejor de los casos, los legisladores raramente hacen más de lo que son forzados a hacer por los movimientos populares. Un régimen conservador bajo presión de movimientos radicales independientes con frecuencia hace más concesiones que un régimen liberal que sabe que puede contar con el apoyo radical. (La guerra de Vietnam, por ejemplo, no se terminó eligiendo a políticos contrarios a la guerra, sino porque había tanta presión desde tantas direcciones diferentes que el presidente pro-guerra Nixon se vio obligado a retirarse.) Si la gente se repliega invariablemente en los males menores, todo lo que los gobernantes tienen que hacer en cualquier situación en que su poder se vea amenazado es conjurar la amenaza de algún mal mayor.
Incluso en el raro caso en que un político “radical” tenga una oportunidad realista de ganar unas elecciones, todos los tediosos esfuerzos de campaña de miles de personas pueden irse por la alcantarilla en un día por algún escándalo trivial descubierto en su vida privada, o porque dice algo estupido sin darse cuenta. Si logra evitar estos escollos y parece que puede ganar, tiende a evadir temas controvertidos por miedo a enemistarse con los votantes indecisos. Si finalmente logra ser elegido, casi nunca se halla en posición de llevar a cabo las reformas que ha prometido, excepto tal vez tras años de sucias negociaciones con sus nuevos colegas; lo cual le da una buena excusa para ver como prioritario hacer todos los compromisos necesarios para mantenerse indefinidamente en el cargo. Alternando con los ricos y los poderosos, desarrolla nuevos intereses y nuevos gustos, que justifica diciéndose a sí mismo que merece algunos beneficios en compensación por todos sus años de trabajo por las buenas causas. Lo peor de todo es que, si consigue finalmente que se aprueben algunas leyes “progresistas”, este éxito excepcional y normalmente trivial se muestra como una evidencia del valor de confiar en la política electoral, convenciendo a mucha gente para que invierta su energía en campañas similares por venir.
Como decía un graffiti de mayo del 68, “Es doloroso soportar a nuestros jefes; pero es más estúpido elegirlos.”